miércoles, 20 de octubre de 2010

Los destellos del oro siempre producen ceguera


"El oro de Cajamarca" narra hechos históricos, acciones consumadas por nuestros antepasados, los conquistadores españoles, sobre cuyos cimientos nos paseamos hoy, y de los cuales, por lo menos en parte, deberíamos avergonzarnos… o, como mínimo, seguir cuestionándolos, porque lo de no repetirlos, ya nos ha demostrado la historia que no es posible… Podemos, eso sí, insistir en la plena vigencia de este relato histórico, cuyo argumento gira en torno a tres ejes temáticos tristemente vinculados: la sinrazón de la fe, la demagogia del nacionalismo y, especialmente, la obsesión por el oro.

El tema histórico ha sido fuente permanente de relatos literarios. El término "istoria2 fue utilizado, ya en el siglo v a.C., por Herodoto para designar hechos adquiridos por observación; o también por Tácito (69-96 d.C.) para describir los acontecimientos presenciados u oídos por él; esta noción se mantiene prácticamente durante toda la Edad Media; sin embargo, a partir del Renacimiento se consolida la idea de que hay otra vía de conocimiento del pasado: la investigación de las huellas que los acontecimientos han dejado y que subsisten en el presente. Por otro lado, durante el Romanticismo responde a un deseo de evasión, de refugio en el pasado por el rechazo de un presente ingrato; y, por ejemplo, en la literatura hispanoamericana del XIX, aparece una notable producción de novelas históricas escritas, muchas de ellas, con intención didáctica en defensa de la cultura indígena . Y aunque quizás éste no sea el único fin de "El Oro de Cajamarca", sí coincide con esta prosa en la intención de restituir la memoria histórica de una sociedad que, en muchos aspectos, estaba muy por encima de los que la saquearon.
El escritor alemán Jakob Wassermann (1873-1934), huérfano de madre desde los nueve años, tuvo una niñez marcada por la pobreza, por la rigidez del padre y por una madrastra “tan malvada como las que sólo existen en los cuentos”. Para sobrevivir a esas carencias ya desde muy niño empezó a inventar historias; de modo que para protegerse se hizo narrador, y, ya de adulto, para escapar de la indigencia, escritor. Y se convirtió en uno tan extraordinario, que Thomas Mann llegó a decir: “posee esa distinción e instinto para la literatura, ese don excepcional que ninguno de nosotros llegará a alcanzar jamás”.
Con 16 años Wassermann abandona su ciudad natal y se traslada a Munich donde, a partir de 1896, trabaja como redactor en Simplicissimus , y empieza una productiva relación profesional con Samuel Fisher (entonces, el editor más importante de Alemania) que se prolongó durante más de treinta años, hasta la ascensión de los nazis en 1933. Así, Wassermann, ya a principios del siglo XX, fue uno de los autores más leídos en Alemania (llegando a eclipsar a su amigo T. Mann) y sus obras fueron traducidas a innumerables idiomas, como la novela “Der Fall Maurizius” (1928) de la que vendió más de un millón de copias en EE. UU., y de la que, por ejemplo, Henry Miller afirmó no haber podido dejar de leerla una y otra vez.
Pero, a igual que le sucedería a Rilke , su enorme éxito nunca le ayudó a escapar de su propio cerco vital. El de Wassermann fue un aislamiento triple y de por vida: en su juventud, por la falta de afecto y la incomprensión paterna a su deseo de escribir; como judío, por no sentir ese ‘obligado’ arraigo; y como escritor alemán, sin plena legitimación social por ser judío ; Y quizás fue ese “sentirse extraño entre extraños en un país extraño” , lo que le hizo acudir a la historia tan menudo; para explicar(se) el porqué de esos hechos incomprensibles que perfilan con tanta insistencia nuestro devenir; para indagar sobre cómo afectan las consecuencias de la historia colectiva a cada una de las individuales, incluso si eso, a veces, resulta paradójico, como sucede en Golowin (1920), donde una aristócrata en plena Revolución Rusa es capaz de sobreponerse a innumerables avatares para salvar su propia vida y la de sus hijos… pero, en cambio, ni su rango ni sus habilidades la protegerán frente a una simple conversación, que la agitará de tal modo que comprenderá para siempre que, en ocasiones, el mayor desconcierto lo alberga el ser humano dentro de sí, muy por encima de los convulsos acontecimientos que puedan sucederse a su alrededor.
Pero no siempre los hechos históricos pueden mantenerse en un segundo plano.
Wassermann se basó en el libro de William Hickling Prescott The Conquest of Peru de 1847, para escribir este relato histórico, publicado por primera vez en Viena en 1923 bajo el título "Das Gold von Caxamalca" en la colección Der Geist des Pilgers, y que podría considerarse lo contrario a Golowin, ya que, a pesar de que el autor (re)vive la historia, aquí no decide ‘quedarse al margen’ para cederle el protagonismo a la introspección… aquí no se aparta de la cruda realidad de la que fue testigo Domingo de Soria de Luce, y que, ahora ya anciano y retirado en un convento, rememora cómo apresaron y dieron muerte a Atahualpa, el Inca, en la Conquista del Perú en 1532 bajo el mando del analfabeto Francisco Pizarro. En "El oro de Cajamarca" el acontecimiento histórico, la trama externa, se convierte en el drama interno del narrador-protagonista que intenta sobrevivir a los ecos que le siguen llegando de aquella maldad colectiva; intenta soportar el recuerdo de aquel vergonzoso comportamiento perpetrado en nombre de la historia, alentado por el nacionalismo, legitimado por la católica Corona española e incontrolado por la desmedida avidez por el oro; y, precisamente por haber participado en todo ello y por no haber intentado nada para impedirlo, decide fijarlo por escrito para que no se diluya, para que no se tergiverse, para que pueda ser (re)considerado…
En la actualidad, cuando los múltiples conflictos de ‘nuestra sociedad del bienestar’ consiguen incluso desdibujar el concepto de crisis y nos devuelven la ineficacia de nuestro código de valores, el discurso de Wassermann nos propone abordar asuntos siempre pendientes —aparentemente manidos— como el de: por qué, a pesar de las consecuencias, en distintas épocas y lugares y de una u otra forma, el ser humano no deja de perpetrar guerras, genocidios, exterminios… contra sí mismo. Pues a día de hoy, la pregunta no contestada sigue siendo ¿quién y cómo se rinden cuentas de aquellos actos históricos, individuales o colectivos, que perjudican a toda la humanidad? Todo indica que eso va en función de quién nos cuenta lo ya sucedido, es decir, qué parte de la istoria y con qué propósito.
Para algunos, la clave está en discutir si el relato histórico es sesgado o no. Siempre lo es. Por tanto, quizás lo interesante resida en encontrar a alguien que ya superó esta cuestión e intentó no soslayar la verdad (en la medida de lo posible y sin querer redactar un ensayo histórico), y aspiró a integrar la ficción con la honestidad, y el sentido común con la autocrítica, aunque eso nunca ha sido empresa fácil, según experimentó el propio Wassermann: “una y otra vez la desalentadora certidumbre de que cualquier sentimiento nacional específico no tolera ningún tipo de crítica, únicamente sumisa idealización y adulación complaciente. Y eso no es distinto ni para los judíos ni para los alemanes ni para los franceses…”.
Y, según se lee en "El oro de Cajamarca2, ni para los españoles.
Gran parte de la estabilidad de este relato es, por tanto, quién lo escribe, desde qué necesidad y con qué fin. El escritor alemán no es un indígena resentido, ni un católico a la defensiva, ni un nazi, ni un judío ortodoxo, ni un banquero arruinado… es un hombre que siempre se sintió en medio de ninguna parte y que, al igual que Kafka, siempre sufrió una incómoda tensión para con sus raíces como queda patente en su primera novela “Die Juden von Zindorf” (1897). La integridad de Jakob Wassermann, no sólo se forjó por no dejarse tentar por la comodidad de declarase ‘sólo’ alemán, o de atrincherarse tras su condición de judío, siempre fue un escritor más internacionalista que nacionalista y que a lo largo de su extensa producción literaria no cesó en el empeño de preguntar(se) por los resortes que desencadenan la maldad humana.
Y ahora, ya en pleno siglo XXI, de nuevo nuestras almas han quedado al descubierto, tanto o más que en aquellos oscuros tiempos de la Conquista, pues ‘el capitalismo salvaje’ se revela más como un castigo a nuestra codicia que como un medio de vida honroso capaz de protegernos frente a la infelicidad. Y Wassermann con este relato histórico aborda, una vez más, el hecho de por qué seguimos creyendo que nuestra cegadora avidez de riqueza nos conducirá al ideal de libertad, y nos insta a admitir la ofuscación que nos produce el oro, a pesar de los funestos perfiles que cada lingote trae consigo.
Leibniz intentó convencernos de que éste era ‘el mejor de los mundos posibles’ ; y de que “mejor no significaba moralmente bueno, sino matemáticamente bueno, ya que Dios, entre las infinitas posibilidades de mundos, ha encontrado la variedad más estable y homogénea”. Así, según el filósofo alemán, “este mundo es el matemática y físicamente más perfecto, pues (sea moralmente bueno o malo, no importa) es el mejor posible”. Pues bien, sin querer minimizar el alcance de esta reflexión filosófica, es posible, que después de leer "El oro de Cajamarca" al lector le apetezca reconsiderar seriamente si depende de la acción del hombre o de los designios divinos, el hecho de que este mundo se bifurque en varios que se dan la espalda; de si uno de esos (sub)mundos en el que nos encontramos, nos parece realmente ‘el mejor de los mundos posibles’ pues, en demasiados acontecimientos históricos, hemos excluido de él, de forma ‘legítima’ e intelectual, toda ética. Y aunque cada cual ensordece su conciencia como puede ¿con qué sofisticados argumentos se convencerán, a sí mismos, todos aquellos incondicionales de la fe, de la incompatibilidad de cometer actos atroces contra sus iguales en nombre de Dios? Quién sabe, si más de un creyente no se convirtió en agnóstico, o un agnóstico en ateo, después de leer algo de historia.
No sabemos qué hubiese sucedido con el pueblo inca a lo largo del tiempo, pero sí intuimos que ‘otro mundo fue posible’; uno en el que el oro no suponía ni más (ni menos) que un hermoso legado de la naturaleza… Pero desapareció. Según algunos historiadores , la gran catástrofe demográfica de la población indígena se produjo, especialmente, con la llegada de los europeos. La dimensión de tal exterminio sigue siendo hoy objeto de controversia, pues las muertes no las causaron sólo las guerras, la violencia o las condiciones de explotación, también las enfermedades inexistentes en América traídas por los europeos .
El ocaso del pueblo inca fue uno más de los que hizo retroceder la condición humana en todas y cada una de sus posibilidades ya que, tal vez, “en lo que se pierde la humanidad de poder llegar a ser” radica la máxima tristeza. Por ello, resulta tan tentador ampararse en las rotundas y definitivas palabras de Wassermann:
“La memoria de la humanidad será tan implacable como la mía. De eso estoy seguro en mi soledad”.


Miriam Dauster
Madrid, septiembre de 2010

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