miércoles, 20 de octubre de 2010

Los destellos del oro siempre producen ceguera


"El oro de Cajamarca" narra hechos históricos, acciones consumadas por nuestros antepasados, los conquistadores españoles, sobre cuyos cimientos nos paseamos hoy, y de los cuales, por lo menos en parte, deberíamos avergonzarnos… o, como mínimo, seguir cuestionándolos, porque lo de no repetirlos, ya nos ha demostrado la historia que no es posible… Podemos, eso sí, insistir en la plena vigencia de este relato histórico, cuyo argumento gira en torno a tres ejes temáticos tristemente vinculados: la sinrazón de la fe, la demagogia del nacionalismo y, especialmente, la obsesión por el oro.

El tema histórico ha sido fuente permanente de relatos literarios. El término "istoria2 fue utilizado, ya en el siglo v a.C., por Herodoto para designar hechos adquiridos por observación; o también por Tácito (69-96 d.C.) para describir los acontecimientos presenciados u oídos por él; esta noción se mantiene prácticamente durante toda la Edad Media; sin embargo, a partir del Renacimiento se consolida la idea de que hay otra vía de conocimiento del pasado: la investigación de las huellas que los acontecimientos han dejado y que subsisten en el presente. Por otro lado, durante el Romanticismo responde a un deseo de evasión, de refugio en el pasado por el rechazo de un presente ingrato; y, por ejemplo, en la literatura hispanoamericana del XIX, aparece una notable producción de novelas históricas escritas, muchas de ellas, con intención didáctica en defensa de la cultura indígena . Y aunque quizás éste no sea el único fin de "El Oro de Cajamarca", sí coincide con esta prosa en la intención de restituir la memoria histórica de una sociedad que, en muchos aspectos, estaba muy por encima de los que la saquearon.
El escritor alemán Jakob Wassermann (1873-1934), huérfano de madre desde los nueve años, tuvo una niñez marcada por la pobreza, por la rigidez del padre y por una madrastra “tan malvada como las que sólo existen en los cuentos”. Para sobrevivir a esas carencias ya desde muy niño empezó a inventar historias; de modo que para protegerse se hizo narrador, y, ya de adulto, para escapar de la indigencia, escritor. Y se convirtió en uno tan extraordinario, que Thomas Mann llegó a decir: “posee esa distinción e instinto para la literatura, ese don excepcional que ninguno de nosotros llegará a alcanzar jamás”.
Con 16 años Wassermann abandona su ciudad natal y se traslada a Munich donde, a partir de 1896, trabaja como redactor en Simplicissimus , y empieza una productiva relación profesional con Samuel Fisher (entonces, el editor más importante de Alemania) que se prolongó durante más de treinta años, hasta la ascensión de los nazis en 1933. Así, Wassermann, ya a principios del siglo XX, fue uno de los autores más leídos en Alemania (llegando a eclipsar a su amigo T. Mann) y sus obras fueron traducidas a innumerables idiomas, como la novela “Der Fall Maurizius” (1928) de la que vendió más de un millón de copias en EE. UU., y de la que, por ejemplo, Henry Miller afirmó no haber podido dejar de leerla una y otra vez.
Pero, a igual que le sucedería a Rilke , su enorme éxito nunca le ayudó a escapar de su propio cerco vital. El de Wassermann fue un aislamiento triple y de por vida: en su juventud, por la falta de afecto y la incomprensión paterna a su deseo de escribir; como judío, por no sentir ese ‘obligado’ arraigo; y como escritor alemán, sin plena legitimación social por ser judío ; Y quizás fue ese “sentirse extraño entre extraños en un país extraño” , lo que le hizo acudir a la historia tan menudo; para explicar(se) el porqué de esos hechos incomprensibles que perfilan con tanta insistencia nuestro devenir; para indagar sobre cómo afectan las consecuencias de la historia colectiva a cada una de las individuales, incluso si eso, a veces, resulta paradójico, como sucede en Golowin (1920), donde una aristócrata en plena Revolución Rusa es capaz de sobreponerse a innumerables avatares para salvar su propia vida y la de sus hijos… pero, en cambio, ni su rango ni sus habilidades la protegerán frente a una simple conversación, que la agitará de tal modo que comprenderá para siempre que, en ocasiones, el mayor desconcierto lo alberga el ser humano dentro de sí, muy por encima de los convulsos acontecimientos que puedan sucederse a su alrededor.
Pero no siempre los hechos históricos pueden mantenerse en un segundo plano.
Wassermann se basó en el libro de William Hickling Prescott The Conquest of Peru de 1847, para escribir este relato histórico, publicado por primera vez en Viena en 1923 bajo el título "Das Gold von Caxamalca" en la colección Der Geist des Pilgers, y que podría considerarse lo contrario a Golowin, ya que, a pesar de que el autor (re)vive la historia, aquí no decide ‘quedarse al margen’ para cederle el protagonismo a la introspección… aquí no se aparta de la cruda realidad de la que fue testigo Domingo de Soria de Luce, y que, ahora ya anciano y retirado en un convento, rememora cómo apresaron y dieron muerte a Atahualpa, el Inca, en la Conquista del Perú en 1532 bajo el mando del analfabeto Francisco Pizarro. En "El oro de Cajamarca" el acontecimiento histórico, la trama externa, se convierte en el drama interno del narrador-protagonista que intenta sobrevivir a los ecos que le siguen llegando de aquella maldad colectiva; intenta soportar el recuerdo de aquel vergonzoso comportamiento perpetrado en nombre de la historia, alentado por el nacionalismo, legitimado por la católica Corona española e incontrolado por la desmedida avidez por el oro; y, precisamente por haber participado en todo ello y por no haber intentado nada para impedirlo, decide fijarlo por escrito para que no se diluya, para que no se tergiverse, para que pueda ser (re)considerado…
En la actualidad, cuando los múltiples conflictos de ‘nuestra sociedad del bienestar’ consiguen incluso desdibujar el concepto de crisis y nos devuelven la ineficacia de nuestro código de valores, el discurso de Wassermann nos propone abordar asuntos siempre pendientes —aparentemente manidos— como el de: por qué, a pesar de las consecuencias, en distintas épocas y lugares y de una u otra forma, el ser humano no deja de perpetrar guerras, genocidios, exterminios… contra sí mismo. Pues a día de hoy, la pregunta no contestada sigue siendo ¿quién y cómo se rinden cuentas de aquellos actos históricos, individuales o colectivos, que perjudican a toda la humanidad? Todo indica que eso va en función de quién nos cuenta lo ya sucedido, es decir, qué parte de la istoria y con qué propósito.
Para algunos, la clave está en discutir si el relato histórico es sesgado o no. Siempre lo es. Por tanto, quizás lo interesante resida en encontrar a alguien que ya superó esta cuestión e intentó no soslayar la verdad (en la medida de lo posible y sin querer redactar un ensayo histórico), y aspiró a integrar la ficción con la honestidad, y el sentido común con la autocrítica, aunque eso nunca ha sido empresa fácil, según experimentó el propio Wassermann: “una y otra vez la desalentadora certidumbre de que cualquier sentimiento nacional específico no tolera ningún tipo de crítica, únicamente sumisa idealización y adulación complaciente. Y eso no es distinto ni para los judíos ni para los alemanes ni para los franceses…”.
Y, según se lee en "El oro de Cajamarca2, ni para los españoles.
Gran parte de la estabilidad de este relato es, por tanto, quién lo escribe, desde qué necesidad y con qué fin. El escritor alemán no es un indígena resentido, ni un católico a la defensiva, ni un nazi, ni un judío ortodoxo, ni un banquero arruinado… es un hombre que siempre se sintió en medio de ninguna parte y que, al igual que Kafka, siempre sufrió una incómoda tensión para con sus raíces como queda patente en su primera novela “Die Juden von Zindorf” (1897). La integridad de Jakob Wassermann, no sólo se forjó por no dejarse tentar por la comodidad de declarase ‘sólo’ alemán, o de atrincherarse tras su condición de judío, siempre fue un escritor más internacionalista que nacionalista y que a lo largo de su extensa producción literaria no cesó en el empeño de preguntar(se) por los resortes que desencadenan la maldad humana.
Y ahora, ya en pleno siglo XXI, de nuevo nuestras almas han quedado al descubierto, tanto o más que en aquellos oscuros tiempos de la Conquista, pues ‘el capitalismo salvaje’ se revela más como un castigo a nuestra codicia que como un medio de vida honroso capaz de protegernos frente a la infelicidad. Y Wassermann con este relato histórico aborda, una vez más, el hecho de por qué seguimos creyendo que nuestra cegadora avidez de riqueza nos conducirá al ideal de libertad, y nos insta a admitir la ofuscación que nos produce el oro, a pesar de los funestos perfiles que cada lingote trae consigo.
Leibniz intentó convencernos de que éste era ‘el mejor de los mundos posibles’ ; y de que “mejor no significaba moralmente bueno, sino matemáticamente bueno, ya que Dios, entre las infinitas posibilidades de mundos, ha encontrado la variedad más estable y homogénea”. Así, según el filósofo alemán, “este mundo es el matemática y físicamente más perfecto, pues (sea moralmente bueno o malo, no importa) es el mejor posible”. Pues bien, sin querer minimizar el alcance de esta reflexión filosófica, es posible, que después de leer "El oro de Cajamarca" al lector le apetezca reconsiderar seriamente si depende de la acción del hombre o de los designios divinos, el hecho de que este mundo se bifurque en varios que se dan la espalda; de si uno de esos (sub)mundos en el que nos encontramos, nos parece realmente ‘el mejor de los mundos posibles’ pues, en demasiados acontecimientos históricos, hemos excluido de él, de forma ‘legítima’ e intelectual, toda ética. Y aunque cada cual ensordece su conciencia como puede ¿con qué sofisticados argumentos se convencerán, a sí mismos, todos aquellos incondicionales de la fe, de la incompatibilidad de cometer actos atroces contra sus iguales en nombre de Dios? Quién sabe, si más de un creyente no se convirtió en agnóstico, o un agnóstico en ateo, después de leer algo de historia.
No sabemos qué hubiese sucedido con el pueblo inca a lo largo del tiempo, pero sí intuimos que ‘otro mundo fue posible’; uno en el que el oro no suponía ni más (ni menos) que un hermoso legado de la naturaleza… Pero desapareció. Según algunos historiadores , la gran catástrofe demográfica de la población indígena se produjo, especialmente, con la llegada de los europeos. La dimensión de tal exterminio sigue siendo hoy objeto de controversia, pues las muertes no las causaron sólo las guerras, la violencia o las condiciones de explotación, también las enfermedades inexistentes en América traídas por los europeos .
El ocaso del pueblo inca fue uno más de los que hizo retroceder la condición humana en todas y cada una de sus posibilidades ya que, tal vez, “en lo que se pierde la humanidad de poder llegar a ser” radica la máxima tristeza. Por ello, resulta tan tentador ampararse en las rotundas y definitivas palabras de Wassermann:
“La memoria de la humanidad será tan implacable como la mía. De eso estoy seguro en mi soledad”.


Miriam Dauster
Madrid, septiembre de 2010

martes, 10 de agosto de 2010

Carcajadas de porte clásico


Henri Bergson escribió en su obra monográfica “La risa” (1899) que el hecho de reírse nos instruye sobre los procedimientos de la imaginación humana, y, más particularmente, sobre la imaginación social, colectiva y popular. Es decir, que uno nunca se ríe a solas ni porque quiere, sino a la sazón de un resorte que algo o alguien activa en nuestro interior. Cuando leemos prácticamente cualquier obra de la extensa bibliografía de Mark Twain, las posibilidades de esbozar una sonrisa en cada página, de reírse incluso a carcajadas al término de un capítulo, superan en número a la media de historias y autores que enardecen el ánimo. En esta recopilación de quince relatos humorísticos queremos rendir homenaje a un autor que entendía la vida y escribía sobre ella casi exclusivamente en clave de humor.
Mark Twain (1835-1910), pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens, nació en Florida, una pequeña localidad de Missouri situada en los límites de la frontera del Oeste. Su padre, John Marshall Clemens, era un emigrante de Virginia que trataba de hacer fortuna con la especulación de tierras en plena época de la fiebre del oro, y su madre Jane (Lampton) era una mujer de carácter que procedía de una familia de la aristocracia inglesa. Los Clemens tenían cuatro hijos y dos hijas, y poco después del nacimiento de Twain se mudaron a Hannibal, una ciudad portuaria a orillas del Mississippi. El joven escritor pasó una infancia feliz y disipada que le serviría de fuente de inspiración para sus obras insignes, “Las aventuras de Tom Sawyer” (1876) y “Las aventuras de Huckleberry Finn” (1885). A la edad de doce años, tras la muerte de su padre, Twain se vio obligado a abandonar sus estudios en una escuela municipal para empezar a trabajar. Uno de sus primeros empleos fue como aprendiz de impresor en el periódico local “Courier”, y esa experiencia abrió el apetito de Twain hacia el ámbito de la comunicación. Su afán aventurero, curioso, ligeramente bohemio y crítico encajaba a la perfección con una coyuntura próspera para el periodismo americano, un negocio en el que proliferaban publicaciones de toda clase y condición. Twain decidió entonces trabajar para su hermano Orion, un empresario que era dueño de varios periódicos y le abriría las puertas a futuras colaboraciones en el sector. Fue en esta etapa de juventud temprana cuando Twain se estrenó como autor y publicó varios relatos humorísticos que aparecieron en una revista deportiva de Boston en 1852, titulada “Carpet-Bag”.
Sus «bosquejos», tal y como él insistía en llamar a esos relatos, eran historias sin pretensiones y de apariencia inocente que delataban cierta tendencia hacia la caricatura y la observación social. Para Twain, los paisajes norteamericanos de frontera, las costumbres de sus gentes y la esencia humana –en especial sus virtudes y sus defectos– protagonizaban su particular visión satírica del mundo. La manera óptima de plasmarla era mediante un estilo narrativo trufado de vulgarismos y expresiones coloquiales de un sabor picante genuinamente americano. Entre las distintas variantes de mazorcas de maíz y de especies de marsupiales, la pluma de Twain no sólo se erige como burlona, sino que se alimenta de la energía, el color y el movimiento que provocan la propia inercia y entropía de sus personajes: hombres y mujeres que insisten en ver el mundo a su manera y no escatiman en exagerar detalles, negarse a reconocer lo evidente, o recurrir a la hipérbole, incluso a la fanfarronería. No es que mientan, es que deciden creerse sus propios embustes como el famoso entrenador de una atlética rana en “La célebre rana saltarina del condado de Calaveras”. Algunos son pobres diablos, garrulos de pueblo como el coronel Jack y el coronel Jim que no alcanzan a ver la diferencia entre un coche y un ómnibus, y otras son mujeres al borde de un ataque de nervios: véase la insoportable señora McWilliams y su peculiar lucha contra la difteria. Pero todos ellos, desde el profano editor de un periódico agrícola que confunde los nabos con las manzanas y el sufrido huésped de hotel europeo que no soporta los desayunos continentales, conforman un intrépido retrato de una América que ya no existe pero cuya estela perdura en las capas freáticas de la sociedad estadounidense moderna.
El sentido del humor de Twain exige al lector la capacidad de reírse de aparentes veleidades y exageraciones que pertenecen a una escuela clásica de comicidad: encontramos a un pícaro que se ríe a costa del incauto y se aprovecha de él, o bien se recrea hiperbólicamente en un escenario alternativo que evoca a otro muy conocido por el lector. Cuando las ocurrencias de Twain provocan nuestras carcajadas nos damos cuenta de que son risas que pertenecen a otros tiempos, a otros modos de entender el ridículo y el escarnio que, sin embargo, se entroncan indefectiblemente con el cinismo y la acritud de nuestro humor actual. Twain jamás abandonó su deje cáustico y gracioso en toda su producción literaria, y de hecho ésta alimentó su éxito como escritor de culto durante buena parte de su vida. Obras como “Los inocentes en el extranjero” (1869), “Un vagabundo en el extranjero” (1880) o “El robo del elefante blanco” (1882) hacen gala de una vis cómica que trasciende las fronteras de lo casero, lo americano y lo conocido para adentrarse en territorios desapacibles que se inspiran en los viajes que Twain realizó a Europa y a Saint Louis, Nueva York, Chicago, Filadelfia o Connecticut. En 1870, en la cúspide de su carrera, y casi una década después de luchar durante breves semanas con el Ejército Confederado en la Guerra Civil, Twain se casó con Olivia Langdon, hija de un próspero hombre de negocios de Elmira, Nueva York. Fue un matrimonio bien avenido que procuró a Twain cierta medida de estabilidad financiera y un refugio emocional que, sin embargo, no impediría su afición por contar sus periplos locales bajo una estampa de temas sociales y políticos candentes en esa época: la esclavitud, la especulación financiera, la corrupción política, la pobreza o la duplicidad de la religión. Mark Twain no era amigo de las moralinas ni de señalar caminos o responsables, para él, la literatura constituye una ficción sobre otra ficción, que es nuestra vida. Por eso, la realidad es una metaficción y lo único que verdaderamente importa es sentarse en el porche de tu casa a contemplar la eterna “commedia dell’arte” que es la existencia. Sólo entonces merece la pena escribirla, porque es lo único que nos permite reírnos de ella.

Carme Font
Abril de 2010

jueves, 22 de julio de 2010

Primer PREMIO AL LECTOR convocado por NAVONA editorial


Navona convoca el PREMIO AL LECTOR de 2.450 euros y varios lotes de Reencuentros a quienes respondan correctamente el formulario que se puede encontrar en librerías a partir de mañana. Una vez cumplimentado hay que enviarlo a la sede de la editorial:
c/ Aragón 259, 08007 Barcelona.
Entre todos los que respondan correctamente se sortearán los premios el 31 de diciembre de 2010.
Primero: 1.500 euros y una colección de “Reencuentros”
Segundo: 700 euros y una colección de “Reencuentros”
Tercero: 250 euros y una colección de “Reencuentros"
Del cuarto al décimo: una colección de “Reencuentros”

Si habéis sido fieles lectores de Steinbeck, Caldwell, Mark Twain, London, Saki y F. Scott Fitzgerald, lo tendréis fácil.
¡Suerte!

jueves, 15 de julio de 2010

El maestro del color que vivió en la oscuridad


"Aquel sofocante verano" supone un festín de aromas, sonidos, colores y sensaciones…
antes de la tormenta, quién sabe si anunciada…

A Keyserling se le conoce por el ser el máximo exponente del Impresionismo literario alemán. El único o el mejor, lo cierto es que este novelista y dramaturgo compartió con los pintores impresionistas (para muchos, el movimiento artístico más importante de la modernidad) no sólo un estilo creativo, aparentemente, inacabado, si no también, una vida de lo más azarosa.
Décimo de doce hermanos, el conde Eduard von Keyserling nació el 15 de mayo de 1855 en el castillo familiar de Paddern (Lettland, a orillas del Báltico). Pero ya desde muy joven, debido a su singular personalidad, su aristocrático entorno le consideró un außenseiter (lo que conocemos, por la voz inglesa, como outsider). Con veintitrés años decidió desligarse —en parte— de su familia, instalándose en Viena (y un año a Graz) para estudiar Filosofía e Historia del Arte. Tras los estudios, y a petición de su madre, gestiona el patrimonio familiar durante cinco años hasta que ésta fallece en 1894. A continuación, decide trasladarse, junto con tres de sus hermanas, a la ciudad cultural y literaria por excelencia de aquellos momentos: Munich, donde, salvo algún viaje, permanecerá durante el resto de su vida. Pero el escritor afronta esta nueva etapa ya enfermo de sífilis, lo que le ocasionará numerosas y terribles dolencias y, entre ellas, quizás la peor: la ceguera. Desde los cincuenta y tres años y hasta su muerte en 1918, Keyserling vive toda una década ciego. Hecho éste, que acrecienta su tendencia außenseiter y le aboca a un aislamiento tan absoluto como el de escritores tipo Rilke o R. Walser… ya que, no sólo se trata de un refugio físico: a partir de 1908 se recluye en su casa y, prácticamente, no vuelve a pisar la calle, si no también, sentimental: no se le conoce ninguna relación significativa. Y muchos coincidimos en afirmar que sus mejores obras pertenecen a esta época cuando consigue ir más allá del Naturalismo y, sin descuidar los preceptos socialistas que éste impone, se adentra en el Impresionismo con novelas como "Beate und Mareile. Eine Schloßgeschichte" (1903), o con novellen como la que aquí se presenta, "Schwüle Tage" (1904) bajo el título "Aquel sofocante verano". (Es preciso aclarar que La Novelle es un género alemán que no se reduce a ser una novela de menor extensión ni, p.e., debe ser comparada con la nouvelle, pues funciona con unas leyes estructurales muy específicas como, entre otras muchas, que la trama debe girar en torno a un único núcleo; o que debe contener un Wendepuntkt (punto de inflexión) que precipita el final.)

Así, el escritor ya de por sí enfermizo y que se sabe llamativamente poco agraciado desde la adolescencia, cuando empieza a vivir esta época de madurez en Munich, debe aprender a soportar estrecheces económicas (la I Guerra Mundial mengua las renta del patrimonio familiar), o a sobrellevar las terribles y dolorosas consecuencias de la sífilis, como la de quedarse ciego…, por tanto, sin posibilidad de observar, ni de escribir…, por lo que se ve obligado a recurrir a sus recuerdos, a su imaginación y dictarlos a sus hermanas. De todo el conjunto de su producción literaria, sólo se ha conservado una pequeña parte pues, al parecer, gran parte de su obra fue destruida por expreso deseo suyo. No así "Aquel sofocante verano" que transmite mucho de ese peculiar contexto vital de Keyserling y, en especial, por el doble exilio, físico y emocional, al que se ve abocado Bill, el protagonista; pues el argumento de esta novelle impresionista no destaca por contar lo que sucede, sino por qué tipo de impresiones nos causa lo que sucede. En éste y en otros tantos aspectos, la historia de Bill nos recuerda, y mucho, a la de "Ewald Tragy" de Rilke. En ambos casos, se trata de una narración semi-autobiográfica de dos jóvenes protagonistas de apenas dieciocho años y con alma de poeta. Así, Bill (al igual que Ewald) empieza a descubrir la vida al tiempo que sortea la ambivalente relación que mantiene con un padre rígido e incapaz de comunicarse con él (también aquí con una destacada ausencia de la madre) y, por encima de todo, intenta sobrevivir en un entorno que —de forma innata y desde muy joven— intuye corrompido, y que, conforme va creciendo, le produce más extrañeza y más desasosiego, llegando a asumir que (ni quisiera por la tentación de no sentirse solo) jamás encajará en él. Pero así como Rilke, que siempre tuvo la aspiración de pertenecer a la clase alta, disecciona (desde abajo) cada ángulo de su asfixiante ambiente pequeño burgués; el conde Keyserling, en cambio, desenmascara (desde arriba) ese, supuestamente privilegiado entorno aristocrático. Y esta oblicua y polivalente perspectiva es la que dota a esta obra de máximo interés.
Llamamos impresionista a Keyserling porque describe la realidad, no sólo como es, sino como la percibimos. No recrea ambientes, los crea. Pues al igual que Monet, Degas o Renoir… enriquece sus textos con instantes de ese mundo idílico que alberga la naturaleza plein air; para cuya explosión de colores, sonidos, atmósferas… cualquier vocabulario parece quedarse corto. Quizás por eso, en el modo de presentar el discurso de este escritor alemán, lo primero que puede sorprender es cómo antepone los matices: el color, el olor, la forma de una cosa, siempre le importa más que la cosa. No es que no tenga en cuenta la sintaxis más tradicional, más formal…, es que, precisamente, la fuerza para crear esa estética. Así, los adjetivos y los adverbios generalmente relegados a su condición de complementos, aquí, abren la oración; son los protagonistas absolutos y todos los demás elementos narrativos se ven sometidos a su sorprendente carga semántica. Y todo eso, a la postre, lo envuelve en un estilo que, a simple vista, puede parecer inacabado, desgarbado… pues, por ejemplo, con un aparente flujo de conciencia en el que evita los nexos deliberadamente, obliga a pausas poco comunes. Aunque la meticulosidad de Keyserling va mucho más allá: para rematar esa fingida improvisación, utiliza un narrador en primera persona que se desdobla, sin previo aviso, en dos voces que se van intercalando: la del adulto que recuerda aquel verano, y la del joven Bill que lo vive en un presente que, aunque se sabe histórico, parece real. Y lo más sugestivo de estos dos planos narrativos es que la madurez del que recuerda se ve contenida: parece frenar su propia interpretación; ésa que, se quiera o no, impone el paso del tiempo. De este modo, nos presenta esas primeras experiencias como lo que fueron: descubrimientos tal y como los vive Bill; desde los más cotidianos, hasta aquellos sucesos irreversibles que supondrán un antes y un después en la vida del protagonista. Este margen de lectura (presente también en E.T.) deja al lector la posibilidad de una mayor amplitud imaginativa, una ‘frescura’ que no todos los textos son capaces de proporcionar o, si se prefiere, de salvaguardar.
Pero en Aquel sofocante verano, quizás la novelle más lírica de Keyserling, no todo es maestría formal, ni estética, más bien al contrario, pues todos y cada uno de sus protagonistas pueden palpar cómo les acecha la tragedia; desde los secundarios como Gerda: “Siempre nos ronda algo triste. No sé lo que es”, hasta los principales como Bill: “En cualquier momento, puede aparecer algo de la oscuridad, algo horrible, ¿por qué?”. De tal modo, que a este escritor impresionista —en mi opinión— se le debe destacar, también en esta narración y, por encima de todo, por el peso de su carga ética. Pues el autor nos advierte que todo ese esplendor es efímero; nos recuerda que no constituye la realidad total, tan sólo una parte; que esas cegadoras, ilimitadas y magníficas gradaciones de luz crepuscular encubren una considerable oscuridad… muchas sombras… que el escritor aborda sin dejarse subyugar por esa magnífica belleza que tanto le fascina. La sagacidad y la puntería de Keyserling muestra a alguien capaz de mirarse en el espejo de los demás, como el de los campesinos y sirvientes de Aquel sofocante verano…, y que no le tiembla el pulso para denunciar esas jaulas de oro cuyos representantes se jactan de recrear conductas endogámicas, mezquinas y siniestras, apuntaladas por un sinfín de formalidades hipócritas. Cuando además, todas ellas abocan a un único destino: la tragedia, la infelicidad… o peor: el vacío. Conductas y consecuencias que el propio Keyserling tuvo que padecer y de las que siempre quiso desvincularse. Así lo destacó su amigo K. Holm en 1932 en las memorias del escritor: "Ich kleingeschrieben" ("Yo escrito en minúscula"). Según Holm, no existía nada que Keyserling odiara más que la falsa compasión e hizo todo lo posible para que nunca se supiera de su infelicidad, aún cuando, ya entonces, era todo un enigma. Y sobre esa necesidad de independencia para con la propia vida, para con el propio sufrimiento, podemos leer también en Aquel sofocante verano: “Nunca sentimos más lástima de nosotros mismos, que cuando los demás nos consuelan”.
Aún así, a pesar de su propio dolor y gracias a su capacidad para comprender la mezquindad humana y las debilidades que aguardan en los repliegues del espíritu, fue capaz de darnos cobijo en sus relatos ya que, y en la línea de lo dicho por M. Mosebach:
“Las noches de verano de Keyserling, siempre serán un refugio en las que el lector podrá resguardarse cuando sienta frío".

Miriam Dauster
Madrid, mayo de 2010

jueves, 3 de junio de 2010

El predicador más macarra de la literatura universal


Tras la publicación de "El camino del tabaco" (1932) y "La parcela de Dios" (1933) Erskine Caldwell se dispuso a escribir otra novela. El éxito, con escándalo incluido, alcanzado por las mencionadas obras supuso para su autor un nuevo reto. Durante la escritura de "El predicador" a Caldwell le asaltaron las dudas y aún después de publicada la novela en 1935 mantuvo sus reservas en cuanto al resultado conseguido. Sin embargo, con la perspectiva del tiempo, lo que se pone de manifiesto es la extremada coherencia de una singular narrativa en su punto álgido; de manera que "El predicador", aunque menos conocida que sus dos novelas anteriores, supone un digno colofón a una soberbia trilogía.
Erskine Caldwell era hijo de un pastor ordenado de los Presbiterianos Reformados Asociados, y pasó los primeros años de su vida recorriendo con sus padres un buen número de pueblos y ciudades del Sur de Estados Unidos. Como dice en "A la sombra del campanario" (1966) -un libro a medio camino entre el ensayo y la reminiscencia autobiográfica- “había vivido como hijo de un pastor durante todos esos años, lo que me había hecho acumular una considerable cantidad de experiencia religiosa, por lo que me sentía confiado en poder ajustarme a cualquier clase de vida, fuera donde fuera”. Fruto en gran parte de esta experiencia es "El predicador", por primera vez editada en España por Navona.
El protagonista de la novela es Semon Dye, un predicador ambulante que un buen día se detiene en el pueblo de Rocky Comfort, en Georgia, dispuesto aparentemente a salvar las almas de sus habitantes. Dye se aloja en casa de Clay Horey, un propietario rural casado con Dene, una joven de quince años. Allí conocerá, entre otras personas, a Lorene, la ex mujer de Clay, que ejerce de prostituta; a Sugar y Hardy, una pareja de arrendatarios negros; y al vecino Tom Rhodes, destilador clandestino de whisky. A partir de entonces, y a lo largo de apenas una semana, las vidas de cuantos entran en contacto con el predicador se verán trastocadas. Dye trata de acostarse con Sugar, intenta seducir a Dene, se ofrece a ser el proxeneta de Lorene y le gana a Clay a los dados (trucados) casi todas sus pertenencias.
Seductor, pícaro, intrigante y desvergonzado, el personaje de Semon Dye rompe los esquemas de lo que se supone debe ser un ministro del Señor. Engaña, bebe, juega, fornica y no duda llegado el caso en hacer uso de un arma de fuego. En este sentido, Semon Dye –un “hombre de Dios”, como se define él mismo- puede alinearse junto a otros dos famosos predicadores de ficción: Elmer Gantry, de la novela homónima de Sinclair Lewis, y el reverendo Harry Powell de "La noche del cazador" de Davis Grub. No tan histriónico como el primero ni tan siniestro como el segundo, se iguala en perversidad a ambos. Hay en la actitud de Dye algo de demoníaco. En nombre de Dios hace el trabajo del diablo (las moscas que acosan a las mujeres en el sermón del domingo vendrían a ser como emisarias de Belcebú, el “señor de las moscas” en la tradición demonológica). Con este excesivo y turbador personaje Caldwell quiso condensar lo peor de aquellos charlatanes sin escrúpulos que se hacían pasar por ministros del Señor. En esta ocasión, más que denunciar las condiciones sociales y la discriminación racial, como había hecho con la mayoría de sus relatos y novelas anteriores, el autor dirige sus dardos hacia determinadas sectas religiosas que explotaban impunemente a las capas más desfavorecidas del Sur con manipuladores mensajes y ceremonias histéricas (el catártico, casi orgásmico, sermón final sería un epítome de este tipo de actos).
Como era de esperar la publicación de "El predicador" fue recibida con disparidad de opiniones y no alcanzó el mismo extraordinario favor del público que había cosechado con las dos novelas anteriores (aunque se vendió bien y se hizo una versión teatral de la misma). Por su parte, la crítica, un tanto desconcertada por el nuevo sesgo de Caldwell, se dividió. Mientras unos valoraron el aspecto sombrío del asunto y la “exasperación” del autor con sus personajes; otros recalcaron el carácter “entretenido” de su lectura o incidieron en el “consumado humor” de algunas situaciones. Ciertamente, un humor agridulce impregna las actuaciones de algunos personajes dándoles un toque grotesco. Todo ello presidido como de costumbre por un estilo depurado, franco, nada retórico y con unos diálogos magistrales.
En una de las más originales escenas, hacia el final de la novela, Clay y Semon van a visitar a Tom Rhodes. Lo encuentran en el cobertizo, sentado en un taburete, observando arrobado el mundo exterior a través de una grieta en la pared del mismo: “No hay nada como mirar a través de la pared del cobertizo –les dice-. Te sientas un rato, y en cuanto te despistas, ya no puedes apartar los ojos. Atrapa a un hombre como nada en el mundo. Te sientas, forzando la vista y mirando árboles o algo, y quizás empieces a pensar en lo estúpido que es lo que estás haciendo, pero no te importa un carajo. Lo único que te importa es quedarte ahí y mirar”. Al margen del simbolismo que queramos asignar a esta “rendija”, ocurre algo parecido con esta novela de Caldwell. Una vez empezada no podemos dejar de leerla.

Jorge Ordaz

martes, 18 de mayo de 2010

El éxito de TORTILLA FLAT o la simpatía por el débil



“Te digo, Lázaro, que más debes al vino que a tu padre, porque tu padre una vez te dio la vida pero el vino mil veces te la dio”. Así alecciona el ciego al Lazarillo de Tormes tras el episodio de la longaniza, mientras unje de vino su cara descalabrada de paria de la Tierra. Pero la frase, en otro sentido, bien podrían aplicársela a sí mismos los protagonistas de Tortilla Flat, tan granujas y tan pobres como Lázaro e igualmente aficionados a empinar el codo.
Tomar el sol, no dar golpe, estafar a sus vecinos y trasegar cantidades ingentes de vino peleón son las actividades habituales de Danny y Pilón y Pablo y Jesús María Corcorán. Pero también, como harapientos caballeros andantes, hacer el bien, proteger a los desamparados y ayudar a todo el mundo, aunque su filantropía tenga a menudo tintes filibusteros. Si la moralidad de los paisanos, como la de Lázaro, es más que dudosa, sus intenciones no pueden ponerse en duda: son siempre nobles.
Esa ambivalencia está presente en todas las acciones de los amigos de Danny: salvan de la miseria a la familia de Teresina Cortez, aunque luego la dejan embarazada (“trató inútilmente de recordar cuál de ellos era el responsable”); propinan una fenomenal paliza a Big Joe el Portugués por haber robado el tesoro del Pirata pero luego curarán con mimo sus heridas y le otorgarán el perdón junto con un vaso de vino; engañan a Torrelli, se acuestan con su mujer, lo arrojan de casa a puntapiés y, mientras brindan, concluyen (y el deseo es sincero): “Deberíamos hacer algo bueno por Torrelli”.
Y es que en Tortilla Flat resuenan los ecos de la mejor literatura picaresca europea -del ya citado Lazarillo de Tormes al aventurero Simplicísimus- en cómica mezcolanza con las leyendas caballerescas. Los paisanos, pícaros modernos que juran defender a los débiles, son comparados con los caballeros de la Tabla Redonda, con Rolando y Robin Hood, bien que las virtudes clásicas del héroe se vean aquí trasmutadas en vagancia, ebriedad, lujuria y bravuconería. Los amigos de Danny son unos golfos con corazón de oro.
Lo cual provocará no pocas escenas humorísticas. Resulta difícil contener la risa siguiendo el hilo del razonamiento de Pilón para despojar al Pirata de sus ganancias “por su propio bien”. O al escuchar cómo Jesús María censura virtuosamente al estafado Torrelli: “A esta hora de la mañana y ya borracho...”. Las jugosas conversaciones en el porche de la casa de Danny enlazan paródicamente con los relatos eróticos del Decamerón; las desopilantes aventuras amorosas de los amigos, con la novelería del amor cortés y sentimental que parte del Renacimiento para llegar a nuestros días. Trapaceros e ingenuos, leales y cínicos, los paisanos siempre terminan por hacer las paces con el mundo; a poder ser, con un vaso en la mano.
¿Es entonces Tortilla Flat una comedia, una novela de humor? Sin duda. Pero también, y sobre todo, una historia profundamente lírica, llena de ternura y buenas intenciones: un canto a la amistad, la camaradería y los placeres sencillos, con sus ribetes de misticismo y un final agridulce y melancólico.


Hace poco, alguien que no ha leído aún Tortilla Flat (y que espero lo haga en esta nueva versión) me preguntaba si la novela tiene alguna relación con la que puede considerarse la obra maestra de John Steinbeck, Las uvas de la ira. Algo tienen en común –contesté- y es lo siguiente: Steinbeck siempre se pone de parte de los humildes.
Abiertamente liberal, incluso izquierdista, el escritor californiano mostró en toda su obra una profunda simpatía por los trabajadores, los inmigrantes y los excluídos del sistema, una simpatía moldeada en el conocimiento directo de sus duras condiciones de vida cuando, al principio de su carrera, hubo de ganarse la vida con los más variados empleos. Sus ideas y sus críticas del lado más siniestro del capitalismo le acarrearon a menudo ataques y censuras. Las uvas de la ira fue prohibida en California durante varios años y el FBI mantenía abierto un extenso expediente sobre él. Steinbeck no era, sin embargo, un hombre de partido y fue igualmente acusado por la izquierda oficial y el Partido Comunista de “tibieza ideológica”. Su causa, lejos de cualquier dogmatismo, no era otra que la del hombre corriente, sus alegrías, su dolor y su lucha.
Ahora bien, si Las uvas de la ira es un durísimo alegato contra la injusticia social, Tortilla Flat presenta el reverso idealizado y amable de ese mundo de desposeídos que las gentes “respetables” contemplan como una amenaza a su estilo de vida. Steinbeck publica Tortilla Flat en 1935 (fue su primer éxito de crítica y público), sólo dos años antes de Ratones y hombres y cuatro de Las uvas de la ira. Pero a pesar de la cercanía temporal, Danny y sus amigos están aún muy lejos de las dolorosas peripecias de George y Lennie y de la familia Joad. Ciertamente, toda la obra de Steinbeck está impregnada de lirismo, pero en distintas vetas: dulce y risueño en El pony colorado y Tortilla Flat; amargo en Ratones y hombres, Las uvas de la ira o La perla. Poesía, en cualquier caso, nacida de la compasión y la simpatía por el débil.

NUESTRA EDICIÓN
Para esta nueva traducción de Tortilla Flat (que recupera el título original de la novela y trata de corregir los errores de anteriores versiones) nos hemos basado en el texto de la edición inglesa de Penguin de 1950. Traducir, ya es un tópico repetirlo, implica traicionar en cierto modo el estilo y las intenciones del autor. Hemos intentado, respetar uno y otras hasta donde ha sido posible, dejando fuera, no obstante, algunos rasgos que pudieran tener su importancia. Me referiré tan sólo a uno: los giros arcaizantes (mezcla de dialectalismo y afectación formal) que los personajes utilizan ocasionalmente en sus conversaciones: “Vos sois, vos tenéis”... Los registros castellanos con los que pretendimos reproducirlos (un voseo como el argentino o un lenguaje cercano al habla del Siglo de Oro) no resultaban naturales y podían representar un estorbo para el lector. Finalmente, se impuso obviar esos matices que, no obstante, quedan implícitos en el tono y contenido de los diálogos.
Se han respetado, en cambio, las numerosas expresiones chicanas, propias del marco fronterizo en que se desarrolla la obra y que tan bien conocía John Steinbeck, oriundo de la cercana Salinas, “una bonita ciudad”, como afirma Jesús María Corcorán, “ese dechado de humanismo”.
Pero acaso no tan bonita como la propia Tortilla Flat.


José Luis Piquero
Islantilla, diciembre de 2007