jueves, 15 de julio de 2010

El maestro del color que vivió en la oscuridad


"Aquel sofocante verano" supone un festín de aromas, sonidos, colores y sensaciones…
antes de la tormenta, quién sabe si anunciada…

A Keyserling se le conoce por el ser el máximo exponente del Impresionismo literario alemán. El único o el mejor, lo cierto es que este novelista y dramaturgo compartió con los pintores impresionistas (para muchos, el movimiento artístico más importante de la modernidad) no sólo un estilo creativo, aparentemente, inacabado, si no también, una vida de lo más azarosa.
Décimo de doce hermanos, el conde Eduard von Keyserling nació el 15 de mayo de 1855 en el castillo familiar de Paddern (Lettland, a orillas del Báltico). Pero ya desde muy joven, debido a su singular personalidad, su aristocrático entorno le consideró un außenseiter (lo que conocemos, por la voz inglesa, como outsider). Con veintitrés años decidió desligarse —en parte— de su familia, instalándose en Viena (y un año a Graz) para estudiar Filosofía e Historia del Arte. Tras los estudios, y a petición de su madre, gestiona el patrimonio familiar durante cinco años hasta que ésta fallece en 1894. A continuación, decide trasladarse, junto con tres de sus hermanas, a la ciudad cultural y literaria por excelencia de aquellos momentos: Munich, donde, salvo algún viaje, permanecerá durante el resto de su vida. Pero el escritor afronta esta nueva etapa ya enfermo de sífilis, lo que le ocasionará numerosas y terribles dolencias y, entre ellas, quizás la peor: la ceguera. Desde los cincuenta y tres años y hasta su muerte en 1918, Keyserling vive toda una década ciego. Hecho éste, que acrecienta su tendencia außenseiter y le aboca a un aislamiento tan absoluto como el de escritores tipo Rilke o R. Walser… ya que, no sólo se trata de un refugio físico: a partir de 1908 se recluye en su casa y, prácticamente, no vuelve a pisar la calle, si no también, sentimental: no se le conoce ninguna relación significativa. Y muchos coincidimos en afirmar que sus mejores obras pertenecen a esta época cuando consigue ir más allá del Naturalismo y, sin descuidar los preceptos socialistas que éste impone, se adentra en el Impresionismo con novelas como "Beate und Mareile. Eine Schloßgeschichte" (1903), o con novellen como la que aquí se presenta, "Schwüle Tage" (1904) bajo el título "Aquel sofocante verano". (Es preciso aclarar que La Novelle es un género alemán que no se reduce a ser una novela de menor extensión ni, p.e., debe ser comparada con la nouvelle, pues funciona con unas leyes estructurales muy específicas como, entre otras muchas, que la trama debe girar en torno a un único núcleo; o que debe contener un Wendepuntkt (punto de inflexión) que precipita el final.)

Así, el escritor ya de por sí enfermizo y que se sabe llamativamente poco agraciado desde la adolescencia, cuando empieza a vivir esta época de madurez en Munich, debe aprender a soportar estrecheces económicas (la I Guerra Mundial mengua las renta del patrimonio familiar), o a sobrellevar las terribles y dolorosas consecuencias de la sífilis, como la de quedarse ciego…, por tanto, sin posibilidad de observar, ni de escribir…, por lo que se ve obligado a recurrir a sus recuerdos, a su imaginación y dictarlos a sus hermanas. De todo el conjunto de su producción literaria, sólo se ha conservado una pequeña parte pues, al parecer, gran parte de su obra fue destruida por expreso deseo suyo. No así "Aquel sofocante verano" que transmite mucho de ese peculiar contexto vital de Keyserling y, en especial, por el doble exilio, físico y emocional, al que se ve abocado Bill, el protagonista; pues el argumento de esta novelle impresionista no destaca por contar lo que sucede, sino por qué tipo de impresiones nos causa lo que sucede. En éste y en otros tantos aspectos, la historia de Bill nos recuerda, y mucho, a la de "Ewald Tragy" de Rilke. En ambos casos, se trata de una narración semi-autobiográfica de dos jóvenes protagonistas de apenas dieciocho años y con alma de poeta. Así, Bill (al igual que Ewald) empieza a descubrir la vida al tiempo que sortea la ambivalente relación que mantiene con un padre rígido e incapaz de comunicarse con él (también aquí con una destacada ausencia de la madre) y, por encima de todo, intenta sobrevivir en un entorno que —de forma innata y desde muy joven— intuye corrompido, y que, conforme va creciendo, le produce más extrañeza y más desasosiego, llegando a asumir que (ni quisiera por la tentación de no sentirse solo) jamás encajará en él. Pero así como Rilke, que siempre tuvo la aspiración de pertenecer a la clase alta, disecciona (desde abajo) cada ángulo de su asfixiante ambiente pequeño burgués; el conde Keyserling, en cambio, desenmascara (desde arriba) ese, supuestamente privilegiado entorno aristocrático. Y esta oblicua y polivalente perspectiva es la que dota a esta obra de máximo interés.
Llamamos impresionista a Keyserling porque describe la realidad, no sólo como es, sino como la percibimos. No recrea ambientes, los crea. Pues al igual que Monet, Degas o Renoir… enriquece sus textos con instantes de ese mundo idílico que alberga la naturaleza plein air; para cuya explosión de colores, sonidos, atmósferas… cualquier vocabulario parece quedarse corto. Quizás por eso, en el modo de presentar el discurso de este escritor alemán, lo primero que puede sorprender es cómo antepone los matices: el color, el olor, la forma de una cosa, siempre le importa más que la cosa. No es que no tenga en cuenta la sintaxis más tradicional, más formal…, es que, precisamente, la fuerza para crear esa estética. Así, los adjetivos y los adverbios generalmente relegados a su condición de complementos, aquí, abren la oración; son los protagonistas absolutos y todos los demás elementos narrativos se ven sometidos a su sorprendente carga semántica. Y todo eso, a la postre, lo envuelve en un estilo que, a simple vista, puede parecer inacabado, desgarbado… pues, por ejemplo, con un aparente flujo de conciencia en el que evita los nexos deliberadamente, obliga a pausas poco comunes. Aunque la meticulosidad de Keyserling va mucho más allá: para rematar esa fingida improvisación, utiliza un narrador en primera persona que se desdobla, sin previo aviso, en dos voces que se van intercalando: la del adulto que recuerda aquel verano, y la del joven Bill que lo vive en un presente que, aunque se sabe histórico, parece real. Y lo más sugestivo de estos dos planos narrativos es que la madurez del que recuerda se ve contenida: parece frenar su propia interpretación; ésa que, se quiera o no, impone el paso del tiempo. De este modo, nos presenta esas primeras experiencias como lo que fueron: descubrimientos tal y como los vive Bill; desde los más cotidianos, hasta aquellos sucesos irreversibles que supondrán un antes y un después en la vida del protagonista. Este margen de lectura (presente también en E.T.) deja al lector la posibilidad de una mayor amplitud imaginativa, una ‘frescura’ que no todos los textos son capaces de proporcionar o, si se prefiere, de salvaguardar.
Pero en Aquel sofocante verano, quizás la novelle más lírica de Keyserling, no todo es maestría formal, ni estética, más bien al contrario, pues todos y cada uno de sus protagonistas pueden palpar cómo les acecha la tragedia; desde los secundarios como Gerda: “Siempre nos ronda algo triste. No sé lo que es”, hasta los principales como Bill: “En cualquier momento, puede aparecer algo de la oscuridad, algo horrible, ¿por qué?”. De tal modo, que a este escritor impresionista —en mi opinión— se le debe destacar, también en esta narración y, por encima de todo, por el peso de su carga ética. Pues el autor nos advierte que todo ese esplendor es efímero; nos recuerda que no constituye la realidad total, tan sólo una parte; que esas cegadoras, ilimitadas y magníficas gradaciones de luz crepuscular encubren una considerable oscuridad… muchas sombras… que el escritor aborda sin dejarse subyugar por esa magnífica belleza que tanto le fascina. La sagacidad y la puntería de Keyserling muestra a alguien capaz de mirarse en el espejo de los demás, como el de los campesinos y sirvientes de Aquel sofocante verano…, y que no le tiembla el pulso para denunciar esas jaulas de oro cuyos representantes se jactan de recrear conductas endogámicas, mezquinas y siniestras, apuntaladas por un sinfín de formalidades hipócritas. Cuando además, todas ellas abocan a un único destino: la tragedia, la infelicidad… o peor: el vacío. Conductas y consecuencias que el propio Keyserling tuvo que padecer y de las que siempre quiso desvincularse. Así lo destacó su amigo K. Holm en 1932 en las memorias del escritor: "Ich kleingeschrieben" ("Yo escrito en minúscula"). Según Holm, no existía nada que Keyserling odiara más que la falsa compasión e hizo todo lo posible para que nunca se supiera de su infelicidad, aún cuando, ya entonces, era todo un enigma. Y sobre esa necesidad de independencia para con la propia vida, para con el propio sufrimiento, podemos leer también en Aquel sofocante verano: “Nunca sentimos más lástima de nosotros mismos, que cuando los demás nos consuelan”.
Aún así, a pesar de su propio dolor y gracias a su capacidad para comprender la mezquindad humana y las debilidades que aguardan en los repliegues del espíritu, fue capaz de darnos cobijo en sus relatos ya que, y en la línea de lo dicho por M. Mosebach:
“Las noches de verano de Keyserling, siempre serán un refugio en las que el lector podrá resguardarse cuando sienta frío".

Miriam Dauster
Madrid, mayo de 2010

3 comentarios:

  1. Extraordinario este prólogo!

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  2. El título para presentar este libro, recuerda excesivamente al título del prólogo de Ewald Tragy (Rilke)de la misma prologuista ¿Este lo ha puesto la propia M.Dauster? porque ¡no parece que le haga falta "Autoplagiarse"!

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  3. No lo ha puesto Dauster; sólo una entrada de blog lleva el mismo título que pusiera el prologuista (el de Mark Twain). Gracias por su interés.

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